domingo, 8 de enero de 2017

El animalismo como peligro social, II: La misantropía sentimental.


"La conmiseración con los animales está íntimamente unida con la bondad de carácter; de tal manera que se puede afirmar, de seguro, que quien es cruel con los animales no puede ser buena persona.” Arthur Schopenhauer, filósofo.
“Quien valora más la vida de los animales que la de las personas no puede ser un buen animal.” Orlando D Drago, intruso profesional.

Justo treinta años después de que me ocurriera la anécdota de la animalista de las aves marinas caminaba hacia mi casa, ahora en Madrid. Iba por la calle del Príncipe acercándome a la del Prado dirección a Huertas. Cuando de repente vi como bajaba refunfuñando desde la plaza de Santa Ana una cuarentañera delgada, fibrosa y muy bronceada. Delante de ella, atado por una fina correa, iba un chuchillo pequeño, algo feúcho, pero con un aire displicente muy similar al de su ama.
—¡Venga, vámonos! Nos miran y se ríen de nosotros porque te estoy hablando…  ¡Como si no me entendieras! ¡Pero, déjalos, no les hagas caso!

Arthur Schopenhauer.
Es significativo que uno de los primeros adalides del animalismo laico en Europa fuese un misántropo recalcitrante como Arthur Schopenhauer. También es curioso que, a pesar de su ateísmo militante, fuese influido por doctrinas filosófico-religiosas de Oriente. Era un tipo hosco, huraño e intratable que murió en soledad con frases del tipo: “Prefiero la compañía de mi perro a la de los humanos”. O: "La mujer es un animal de cabellos largos e inteligencia corta". Quizás sólo por esta última frase no le caería tan simpático a mi perrista conversadora.

Históricamente todo indica que existe una relación entre perros y humanos anterior al Neolítico, desde el período en el que nuestros antepasados eran cazadores-recolectores. Sabemos que existió algún momento en el que lobos perdedores se unieron por necesidad a nuestros antepasados humanos (los machos alfa y las hembras beta permanecieron controlando su territorio con el resto de la manada). El hombre, en un primitivo pero efectivo trabajo de ingeniería genética, transformó a los lobos convirtiéndolo en perros adaptados a sus exigencias. Y así se ha perpetuado el vínculo que hasta hace relativamente poco ha seguido siendo exclusivamente una cuestión “profesional”, de supervivencia. Y de hecho en muchos casos así se mantiene. Siguen existiendo los perros policías, los rescatadores, los lazarillos, los vigilantes o los pastores… Pero en los últimos años su uso se ha modificado y extendido como animal de compañía de forma dominante. El perro de una función eminentemente práctica ha pasado a tener una función principalmente emocional. Incluso podríamos decir que de dependencia. Dependencia que inicialmente fue del perro al hombre, pero que ahora, en muchos casos, del hombre al perro. Con esta mutua dependencia el perro, antaño un animal libre y autónomo, se ha convertido en una simple mascota.
Justo hasta el inicio de la Revolución Industrial (periodo en el que, causalmente más que casualmente, se desarrolló la obra de Schopenhauer) los animales domésticos eran exclusivamente una recreación humana adaptada para su uso y disfrute. Una cuestión eminentemente práctica. Animales para comer, para usar su piel, su lana, su leche. Animales de tiro, de monta, de carga. Animales guardianes, ayudantes en la caza… No es hasta bien entrado el siglo XVIII cuando se empieza a popularizar el concepto de animal de compañía, especialmente entre las damas ociosas. En esto se ganarían el puesto las aves, los gatos y, como gran estrella, los perros. Con el sucesivo desarrollo industrial las ciudades se fueron urbanizando cada vez más pensando en las personas, pero algunos animales, pese a todo, han seguido ahí. Siendo precisamente el perro el que potencialmente genera más conflictos. En el mejor de los casos te ensucian con su patas, te olisquean las partes íntimas o te babosean, mientras sus dueños sonríen mientras te aseguran que no te “hacen nada” … ¡Pero si ya lo están haciendo! Pero es que además pueden molestar por las noches con sus ladridos. Y definitivamente ensucian las calles (por más que sus dueños limpien los excrementos) ya que inevitablemente convierten los barrios de los centros urbanos en esponjas de ácido úrico canino. Y, encima, esto sí es lo más grave, crean problemas de seguridad cuando son territoriales y agresivos. A veces atacan a las personas infligiendo graves daños, hasta incluso la muerte. ¿Que son los amos los maleducados? También lo son los que dejan que olisqueen y baboseen. Es tan sólo una cuestión de grado. Las personas que sobrevaloran las capacidades de sus animales no facilitan la convivencia en las ciudades.
Y además en las grandes ciudades nos enfrentamos al problema que supone el crecimiento de la población de perros, que es exponencial (las camadas medias pueden estar en unos seis cachorros, pero pudiendo ser hasta el doble en algunas razas), mientras el nuestro es un crecimiento levemente lineal con tendencia a la baja. Hay muchos más perros que personas, y esto supone un problema en las grandes ciudades. Aun así, los perristas pretenden legislar contra el control de su superpoblación. “¡Sacrificio cero!” reclaman en su peculiar gramática, mientras las perreras se desbordan de perros abandonados. Y si ha existido un fenómeno paradigmático sobre el animalismo como peligro social, fue el episodio de histeria colectiva desatado a finales del año 2014 por el sacrificio de un perro potencial portador del mortal virus de ébola.


El fenómeno animalista es esencialmente urbano, a un granjero no se le ocurriría humanizar a sus animales. La soledad de las grandes ciudades, y una empatía extrema y mal entendida, ha insertado a los animales sentimentalmente en los reducidos núcleos familiares. Y así ha surgido la esperpéntica figura del “perr(h)ijo”, admitamos la peculiaridad aberrante del término. En un acto de irracionalidad extrema se asciende al perro como miembro de pleno derecho de las familias. (Esto, naturalmente, es extrapolable a gatos, roedores y demás mascotas…) El ser humano, con lagunas afectivas, desciende a la altura del animal como el adulto que balbucea incoherencias infantiles, creyendo que así se hace entender mejor por un niño.
Los urbanitas dueños de mascotas, creyendo firmemente en su buena intención, soslayan la crueldad de tener a un animal en esas condiciones. Proclaman su identificación emocional con la bestia, pero no reparan en algo tan simple como la tortura de estar en un espacio cerrado durante diez o doce horas sin poder mear. Pero ellos son felices de tener a un ser vivo dependiente y no a un animal libre. Si, según su criterio, un perro puede tener derechos no deberían inquietarse si éste “decide” en un momento dado desaparecer. Estaría ejerciendo su “derecho” a la libre circulación.
Durante los milenios de coevolución entre hombres y perros se ha establecido un fuerte vínculo emocional entre ambas especies. El perro, por su propio interés de supervivencia, ha aprendido a entender al hombre, por eso es capaz de realizar múltiples tareas. Se ha detectado que pueden llegar a entender entre 160 a 200 palabras o instrucciones. Captan el sentido de las entonaciones. Hay un cierto “entendimiento” básico. Pero la inteligencia del perro es incapaz de entender discursos complejos, su reducida corteza cerebral no se lo permite. Hasta los etólogos más perristas admiten que su inteligencia a lo sumo podría ser comparable a la de un niño algo menor de dos años. Y a esas edades pueden captar tu alegría, tu tristeza o tu enfado, pero el entendimiento real es muy limitado.
La cuarentañera gruñona creía entenderse con su mascota, pero realmente sólo hablaba con su soledad. Aquel perro, involuntariamente, ejercía la figura de su soledad representada.
Puede no ser políticamente correcto decirlo, pero en el animalismo existe un fuerte sustrato de misantropía. En las sociedades contemporáneas muchas personas quedan emocionalmente marginadas y no existe el antiguo apoyo de las familias extensas. El animal de compañía se convierte entonces en un sustituto afectivo que protege contra el dolor.
Me despido por hoy con otra frase del viejo Schopenhauer, que prefigura una auténtica declaración de principios del espíritu animalista extremo:

"Debo confesarlo sinceramente. La vista de cualquier animal me regocija al punto y me ensancha el corazón, sobre todo la de los perros, y luego la de todos los animales en libertad, aves, insectos, etc. Por el contrario, la vista de los hombres excita casi siempre en mi una aversión muy señalada, porque con cortas excepciones, me ofrecen el espectáculo de las deformidades más horrorosas y variadas: fealdad física, expresión moral de bajas pasiones y de ambición despreciable, síntomas de locura y perversidades de todas clases y tamaños; en fin, una corrupción sórdida, fruto y resultado de hábitos degradantes. Por eso me aparto de ellos y huyo a refugiarme en la naturaleza, feliz al encontrar allí a los brutos.”

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