martes, 31 de enero de 2017

El animalismo como peligro social, III: Una nueva Inquisición.


La zoofilia emocional es un mal negocio del alma, por mucho que se le ponga el eufemístico nombre de "animalismo". David Romero, periodista.



A finales de septiembre de 2016 una amiga enlazó en Facebook uno de esos pretendidamente emotivos vídeos animalistas que nos invaden, en el que se “invitaba” (por no decir conminaba) a un trabajador a cambiar su caballo de tiro por un motocarro, y ella comentaba que estaba en desacuerdo ante aquel disparate. El vídeo era una sucesión de despropósitos de principio a fin. Una absurda y sensiblera antropomorfización animal, atribuyendo al equino una suerte de prodigiosas cualidades cognitivas.


El vídeo tiene su gracia, porque sintetiza en algunos aspectos la “solidez” del pensamiento animalista (si esto no se trata de un oxímoron). El inicio ya promete: “Tras haber pasado años y años bajo el yugo de las riendas…” ¿¡Yugo de las riendas…!? Y tras esto añaden: “obligado a realizar todos los días inhumanas tareas de carga…”!!!??? ¿¡Tareas INHUMANAS!? ¿Podría un caballo hacer tareas humanas? ¿Es que acaso sugieren que el propietario tenía la obligación moral de haber matriculado al animal en el “colegio de potrillos” para que ahora estuviese trabajando de registrador de la propiedad intelectual, y no “obligado a realizar inhumanas tareas de carga”? Y continúa con una sorprendente conclusión, sacada quizás a través de una misteriosa hermenéutica equina de la que está dotada la autora del texto: “este caballo descubre por fin lo que es la libertad”. ¿Estamos ante un equino que tiene sentido del ser? ¡Esto es un descubrimiento que pone a la etología y a toda la ciencia patas arriba! Tenemos que dar las gracias a una asociación animalista argentina, que ha librado a este caballo prodigioso del yugo opresor de una “situación insufrible” y le ha permitido “sentirse libre de sus ataduras”, acto que como es buen sabido lleva a los caballos a un irrefrenable deseo de revolcarse por el suelo “para sentir el calor y el olor de la tierra y para sentir esa sensación que se experimenta al recuperar la movilidad y la felicidad”… ¡Qué raro que no tengamos una palabra específica para esta sensación tan conocida! Y raro es que no soltara el caballo unas hermosas boñigas como acto simbólico final. Ya que sus desechos reciclables iban a ser sustituidos por la maravillosa humareda de combustibles fósiles del nuevo vehículo de su ¿podemos decir “propietario” o eso degrada al caballo a la categoría sartriana de “ser en sí”?
Hasta aquí todo normal. El animalismo radical siempre me recuerda a Chesterton cuando decía aquello de que: “Cuando se deja de creer en Dios enseguida se cree en cualquier cosa.” Tener fe en la racionalidad de las emociones de los animales cabe perfectamente en esas otras cosas probables. Y entonces apareció en el muro una perrista[1] amiga común (tras esta serie de artículos, examiga) que empezó a defender los “derechos” del animal y la obligación moral del dueño de usar un vehículo de tracción mecánica para no causarle sufrimiento. Y cuando alguien le indica que lo de revolcarse en el suelo es un acto reflejo habitual en los caballos, y que no parecía que este sufriera ni hambre ni maltrato, nuestra perrista concluyó, muy segura de sí misma, que eso era también una muestra de su gozo por la liberación: “Y feliz de no estar con el yugo… Créeme… Mucho mejor una carretilla a motor que un caballo.”Y feliz de no estar con el yugo... Créeme... Mucho mejor , una carretilla a motor que un caballoY feliz de no estar con el yugo... Créeme... Mucho mejor , una carretilla a motor que un caballoY feliz de no estar con el yugo... Créeme... Mucho mejor , una carretilla a motor que un caballoY feliz de no estar con el yugo... Créeme... Mucho mejor , una carretilla a motor que un caballo Emplear ese verbo y en ese modo, “créeme”, me resultó significativo. Tener el convencimiento de que el caballo se encontraba “disgustado” con su labor de tiro es una exégesis de un cariz cuasireligioso, del que desconocemos si existe algún fundamento científico. Pero tenemos que creerlo.
Investigando el origen del vídeo descubro que existe un movimiento en Argentina, y en otros países de Iberoamérica, en el que se insta a los “recuperadores de residuos” (cartones, metales…) a abandonar sus carros tirados por caballos a cambio de motocarros. Es curioso que unos trabajadores del reciclaje, movimiento aceptado y compartido por el ecologismo, tengan que dejar de usar un medio de transporte sostenible y cambiarlo por uno contaminante a base de combustibles fósiles. Y no sólo es contaminante, sino que además esta intervención arbitraria está perjudicando abiertamente a los trabajadores. Los modestos recuperadores no pueden cargar tanto en los motocarros, con lo que se menguan sus escasas ganancias, y tal vez no tengan dinero suficiente para pagarse el permiso de conducción, ni los seguros, ni el combustible. En definitiva, a los recicladores los animalistas les han jodido la vida. Un capricho sentimental religioso urbano en contra de los más desfavorecidos, que no son los animales, sino nuestros propios congéneres humanos.




En un sorprendente giro, la escisión de los animalistas del ecologismo me recuerda al nacimiento del fascismo en Italia. Ya no defienden la pureza de los ecosistemas. Ahora prefieren la contaminación de los combustibles sólidos al sostenible tiro animal, que pasar a ser un acto inmoral. Han llegado a la mayoría de edad. Como cuando Mussolini abandona el Partido Socialista Italiano y funda su propio partido con sus nuevas ideas.
Puede parecer una broma exagerada, pero desde hace algún tiempo no lo está siendo tanto. Los actos de boicot en espectáculos públicos son cada vez más numerosos y frecuentes. Y ya no es un perrista aislado que no recoge los excrementos de su chucho. Ya no pueden limitarse a atribuir esa mala acción a un maleducado excepcional, porque en estos momentos ya se trata de hordas organizadas. Ahora, para defenderse de la sinrazón, tendrán que desvincularse individualmente de los actos y refugiarse en el principio clásico de que la societas delinquere non potest[2]. Aunque lo cierto es que cada vez son más frecuentes las acciones animalistas que vulneran la legalidad o el respeto cívico que son jaleadas sin pudor por auténticas jaurías desde las redes sociales. Y es raro que haya un animalista que las condene o al menos no justifique. Porque no es lo mismo manifestarse a la puerta de una plaza de toros a directamente impedir “pacíficamente” que esta se celebre, como ya ha pasado.


O, lo que es mucho más grave: no es lo mismo protestar contra los circos con animales, que agredir directamente a los domadores y otros trabajadores del circo.




Cinco animalistas detenidos por asaltar un circo en plena función y dejar a un domador inconsciente.


Ensoberbecidos por su supuesta superioridad moral cada vez más grupos animalistas en defensa de sus creencias bordean la ley y el respeto cívico, llegando a cometer faltas punibles e incluso delitos penables.
Sería injusto acusar a todos los ardorosos defensores de los animales de tener malas intenciones. Aunque tampoco sería justo pensar, sin dejar ningún espacio para la duda, que están cargados de razones y argumentos sólidos. Porque ¿en qué se basa esta ardorosa defensa animal? ¿Por qué existe esa identificación demencial con bestias con un escaso desarrollo del neocórtex? Como ya decía en la primera parte de este tríptico[3], se trata de una creencia atávica forzada por el aislamiento social y afectivo de las nuevas sociedades. Una comunicación estrictamente emocional que acaba generando una identificación grotesca, pero entendible como humana. Es un casi literal retorno a la caverna. El animalismo, tal y como están las cosas, se ha convertido en una necesidad emocional irrenunciable entre sus adeptos.
Aun entendiendo todo esto, no podemos aceptar sus objetivos e imposiciones dándoles la misma altura moral que tuvieron los que buscaron abolir la esclavitud, pedir el sufragio femenino o el respeto a los homosexuales. Porque sería igualar a los animales a las personas, o rebajar a las personas a la altura de los animales. No se trata de una ampliación del marco moral, sino de una degradación del mismo. Se trata de una distorsión del significado del contrato social. Los derechos nacen de la responsabilidad de ciudadanos con deberes. Por esto los animales no tienen ni pueden tener derechos. Al menos esto sucederá así hasta que puedan pedirlos por ellos mismos. Otra cosa es que, por cercanía, en especial a los de compañía, les podamos tratar con deferencia. Pero no “argumentando” que es porque se trata de un ser vivo, porque seres vivos son las bacterias o los insectos y con ellos no podemos plantear la compasión[4]. Ni siquiera por ser “seres vivos sintientes”, porque entonces no nos protegeríamos de las plagas de ratas y ratones. ¡O de los tigres en aldeas de la India! Pero ¿cómo podemos hacerles entender esto a los animalistas si el pensamiento sentimental flota impermeable sobre la racionalidad estricta y desapasionada?
No es tiempo de abrir más frentes de disensión. Vuelven a existir demasiadas tensiones en el mundo. Fundamentalismos, populismos, totalitarismos, guerras… Lo único que podemos hacer es escucharles, tratar de entender sus motivos, aunque no podamos compartirlos. Para la convivencia tendremos que llegar entre todos a un punto aceptable de tolerancia. Y ellos tendrán que entender que su emotividad no puede convertirse en norma social.
Los animales domésticos son eso. Seres que se han criado y adaptado para satisfacer las necesidades humanas. ¡No existirían si no hubiesen sido creados para eso! El uso que se haga de ellos ha de ser racional. Y esto ha de ser así para todos. El trato de un domador de elefantes o caballos no tiene por qué ser peor que el de un perrista urbano le da a su can. Y lo cierto que el de estos últimos, que no viven de ello, sea inconscientemente peor. ¿Te imaginas tener que aguantar diez horas encerrado en una casa sin poder salir a mear hasta que alguien te saca a la calle? ¿Imaginan si surge un grupo radical liberacionista que postule que los dueños de mascotas en las ciudades maltratan a sus animales y que es mejor que todas las bestias estén libres en la naturaleza que es lo que les corresponde? ¿Hasta dónde llegaríamos por ahí? ¿No pedirían los animalistas una protección de sus derechos? ¿Es que es acaso menor el derecho de un adiestrador de animales que el suyo como “zoofílico emocional”?
Y por otro lado está la cuestión taurina… Pero eso ya es un tema muy largo y complejo que quizás trate más adelante. No quiero más guerra por ahora. Porque como decía Jean Renoir a través de su personaje Octave en La regla del juego: “En este mundo hay una cosa terrible, y es que todos tenemos nuestras buenas razones.”[5]



[1] Ella misma se niega la condición de animalista, pero su insistencia con los perros no se puede obviar.
[2] Locución latina usada en Derecho. Literalmente, “la sociedad no puede delinquir”.
[3] http://orlandoddrago.blogspot.com.es/2016/12/el-animalismo-como-peligro-social-i-una.html
[4] También son seres vivos los embriones humanos, pero ese es un melón que no voy a partir aquí ni ahora.
[5] Ce qui est terrible sur cette terre, c’est que tout le monde a ses raisons.

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