domingo, 25 de diciembre de 2016

El animalismo como peligro social, I. (Una primera aproximación.)

En Navidad NO regales animales...
A mediados de los años noventa iba camino a la Facultad de Historia cuando me encontré con una conocida. Conversando con ella supe que estudiaba Ciencias del Mar, y me contó que sentía un especial interés sobre las aves marinas. Tras un rato de charla sucedió algo que me impresionó especialmente. Con los ojos húmedos y la voz quebrada, me acabó confesando que su amor hacia los animales era tan intenso que ella era partidaria de prohibir toda experimentación con ellos, incluso se le planteaba un dilema moral si con eso se podía ayudar a salvar la vida de un niño, porque reconocía que no podía evitar decantarse más hacia la integridad del animal. En aquel momento aquello me resultó una excentricidad extrema. Una manifestación exagerada de una futura candidata a loca de los gatos con título universitario (o de las aves marinas en su caso). Lo que nunca pude imaginar entonces es que dos décadas después ideas irracionales basadas en un similar pensamiento sentimental se extenderían por todo Occidente como una peligrosa pandemia. Y, entre ellas, el animalismo radical sería una de las más militantes y transversales de todas.
Aunque la expresión sea anterior, no hay duda de que fue el psicólogo norteamericano Daniel Goleman el que popularizó el concepto de inteligencia emocional. Sería en un libro de gran éxito[1] en el que describía los aspectos positivos que esta supuesta forma de inteligencia nos aporta en la vida cotidiana. La buena idea de Goleman fue la de crear una especie de libro de autoayuda con auctoritas intelectual, ya que él, como doctor por la Universidad de Harvard, la tenía en cualquier caso muy superior a la de la mayoría de autores de esta clase de libros. No soy psicólogo, mi intrusismo profesional no llega a tanto, y no voy a entrar en un análisis crítico de su teoría. Pero sí quiero hacer un breve comentario sobre los peligros de la actual “desracionalización” del pensamiento aplicado a la res publica, hecho que he preferido llamar el pensamiento sentimental, para no entrar en polémica con la más optimista visión de la teoría de Goleman.
El pensamiento sentimental está tomando la aldea global. Se ha convertido en muchas de sus manifestaciones en lo que aquel gran visionario laico que fue Alexis de Tocqueville denominó dictadura de la mayoría. Aunque, como en la mayoría de los activismos, sea tan sólo una teórica mayoría moral, ya que específicamente sobre estas cuestiones nunca se ha votado. Se trata de una puesta en práctica de lo que se empezó llamando corrección política, que viene a ser algo así como un catecismo laico que crea jurisprudencia. Pero, sea lo que sea, lo cierto es que con su contagio masivo tenemos un peligro viviendo entre nosotros. Porque cuando el pensamiento sentimental se instala en una mente humana se produce una intensa esclerosis intelectual, ante la cual no existe razonamiento lógico válido que pueda permear su coraza.
La evolución se ha tomado mucho trabajo con nuestro género. Al menos una docena de especies parecidas a la nuestra han pasado por el planeta. Y ahora, que sepamos, ya sólo queda la nuestra: la del Homo sapiens.



Nuestros antepasados completaron el proceso de hominización con la creación de múltiples herramientas, con el aprovechamiento de los recursos naturales, y con la adaptación de animales y plantas para ajustarlos a las diferentes necesidades que surgían. Los primeros Homo sapiens inventaron la ingeniería genética a base de aciertos y errores. Así nacieron cereales, vegetales o árboles frutales mejorados a partir de los que ya existían. Y además se recrearon animales nuevos mejorando las características de especies preexistentes. Así hoy en día contamos con ganado vacuno, ovino o caprino, que dan más leche, lana o carne que sus variantes naturales. Tenemos caballos más fuertes y ágiles. Lo mismo pasa con aves de todo tipo (patos, gansos, ocas…). Gallinas más ponedoras o más gordas (no precisamente por una cuestión estética). Lobos transformados (a veces degenerados) hasta convertirlos en perros. Nuevos seres adaptados a diferentes necesidades (caza, pastoreo, vigilancia) o gatos domesticados para controlar plagas de roedores. El hombre lleva una convivencia de cooperación fructífera con animales adaptados desde el Neolítico. Animales y plantas. No es el único tipo de cooperación animal que existe, pero en nuestro caso estas relaciones han estado especialmente optimizadas.
Así pues, tenemos que la relación entre el hombre y los animales ha sido siempre intensa. Tanto que no han dejado de estar presentes hasta en el hecho religioso, una de nuestras grandes diferencias con ellos: el pensamiento simbólico. En relación a esto el filósofo Gustavo Bueno, en El animal divino [2], propone tres fases en el desarrollo de las religiones. Un primer periodo, que nace en el Paleolítico, en el que para los hombres algunos animales representan el papel de númenes, y como tal los representan y consideran. Con la revolución neolítica, el trato cercano con la domesticación y sometimiento, modifica esta primera visión. Así aparece la segunda etapa, que es la de la religión mitológica. En este periodo los hombres y los animales se fusionan en seres híbridos con poderes más concretos y especializados. Con el tiempo el animal pierde finalmente el misterio y llegamos a la tercera y última fase. Cuando en la Antigüedad aparece el dios antropomorfo que, poco a poco, se convierte en incorpóreo. Y así, ya en el periodo que va del fin de la modernidad y del inicio de la era contemporánea, llega la muerte de la idea de Dios.[3]
Muchacha con perro, Jean-Honoré Fragonard.
El alejamiento de Dios en sectores amplios de Occidente no sólo nace del pensamiento de la Ilustración, y la consecuente catastrófica Revolución Francesa, sino que se acrecienta con las sucesivas revoluciones industriales y las ideologías materialistas que las acompañan. No tanto porque estas ideas se infiltren mayoritariamente en la sociedad, sino porque las nuevas circunstancias económicas alejan a millones de individuos de una vida en contacto con la naturaleza, y los llevan a una vida urbana que va reduciendo las relaciones con animales y personas. Significativamente la primera sociedad protectora de animales, la Society for the Prevention of Cruelty to Animals, se crearía en 1824, en el Reino Unido, patria fundadora de la Primera Revolución Industrial.[4]
Tras las dos guerras mundiales, o en España tras nuestra Guerra Civil, se producen en Occidente las definitivas migraciones del campo a las ciudades creando una nueva forma de vida a millones de personas. No sólo se terminó el contacto con la vida del campo, sino que además se produjo un proceso progresivo de reducción de las familias extensas. Los núcleos de convivencia se acortan y se simplifican. Los animales, que hasta entonces seguían teniendo una función práctica, empiezan a convertirse en el último anclaje con lo natural. Y, en el peor de los casos, un contacto afectivo de sustitución para las personas a las que la vida despersonalizadas de las urbes les hace mella afectiva. Entre finales del siglo XX a principios del XXI se produce una masificación de las familias reducidas, monoparentales, de parejas sin hijos e incluso de hogares unipersonales. Todo esto, inesperadamente, nos conducirá poco a poco a una nueva deificación del mundo animal. El animalismo se va convirtiendo en un pensamiento sentimental desaforado, en una nueva religión irracional, con tintes cercanos a la histeria colectiva.
Pero de todo esto ya hablaré la próxima semana en el siguiente capítulo de El animalismo como peligro social.
 (Continuará.)



[1] Emotional Intelligence: Why It Can Matter More Than IQ (1996) Bantam Books. ISBN 978-0-553-38371-3. Trad.: Inteligencia emocional. Kairos. ISBN 84-7245-371-5. (Añado como curiosidad estrictamente personal que su publicación en Estados Unidos coincide en el tiempo con la anécdota con la que comienzo este artículo.)
[2]El animal divino. Ensayo de una filosofía materialista de la religión. Pentalfa, Oviedo 1996. ISBN 84-7848-490-6
[3] Este proceso, que se produce con diferentes intensidades y escalas de tiempo, hay que verlo teniendo en cuenta el simultaneísmo asimétrico histórico. Es decir, no todo sucede igual y al mismo tiempo en todas las partes. Pero sí existe una tendencia hacia la convergencia de acontecimientos entre los grandes grupos humanos. Ya que, aunque funcionemos como grandes puzzles deshechos en millones de pedazos, de vez en cuando se reconstruye un fragmento en alguno de ellos, y esto es percibido por focos de luz que dirigen su mirada hacia ese punto.
[4] También hay que tener en cuenta que el proteccionismo animal no es en un inicio un fenómeno popular, sino que nace de las clases altas. Los animales de compañía que aparecen en la pintura hasta el siglo XVII están relacionados en su mayor parte con la caza y otras utilidades de las granjas. Y que a partir de finales del XVIII y en el XIX aparecen con frecuencia los perritos de compañía de damas ociosas. Ya que es por entonces cuando se populariza entre las clases pudientes la mascota como objeto de consumo.

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