"La conmiseración con los animales está
íntimamente unida con la bondad de carácter; de tal manera que se puede
afirmar, de seguro, que quien es cruel con los animales no puede ser buena
persona.” Arthur Schopenhauer, filósofo.
“Quien valora más la vida de los animales que
la de las personas no puede ser un buen animal.” Orlando D Drago, intruso
profesional.
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Justo treinta años después de que me
ocurriera la anécdota de la animalista de las aves marinas
caminaba hacia mi casa, ahora en Madrid. Iba por la calle del Príncipe
acercándome a la del Prado dirección a Huertas. Cuando de repente vi como
bajaba refunfuñando desde la plaza de Santa Ana una cuarentañera delgada,
fibrosa y muy bronceada. Delante de ella, atado por una fina correa, iba un
chuchillo pequeño, algo feúcho, pero con un aire displicente muy similar al de
su ama.
—¡Venga, vámonos! Nos miran y se ríen
de nosotros porque te estoy hablando…
¡Como si no me entendieras! ¡Pero, déjalos, no les hagas caso!
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Arthur Schopenhauer. |
Es significativo que uno de los
primeros adalides del animalismo laico en Europa fuese un
misántropo recalcitrante como Arthur Schopenhauer. También es curioso que, a
pesar de su ateísmo militante, fuese influido por doctrinas
filosófico-religiosas de Oriente. Era un tipo hosco, huraño e intratable que
murió en soledad con frases del tipo: “Prefiero la compañía de mi perro a la de
los humanos”. O: "La mujer es un animal de cabellos largos e inteligencia
corta". Quizás sólo por esta última frase no le caería tan simpático a mi perrista
conversadora.
Históricamente todo indica que existe una relación entre perros y
humanos anterior al Neolítico, desde el período en el que nuestros antepasados
eran cazadores-recolectores. Sabemos que existió algún momento en el que lobos
perdedores se unieron por necesidad a nuestros antepasados humanos (los machos
alfa y las hembras beta permanecieron controlando su territorio con el resto de
la manada). El hombre, en un primitivo pero efectivo trabajo de ingeniería
genética, transformó a los lobos convirtiéndolo en perros adaptados a sus
exigencias. Y así se ha perpetuado el vínculo que hasta hace relativamente poco
ha seguido siendo exclusivamente una cuestión “profesional”, de supervivencia.
Y de hecho en muchos casos así se mantiene. Siguen existiendo los perros policías, los rescatadores, los lazarillos, los vigilantes o los
pastores… Pero en los
últimos años su uso se ha modificado y extendido como animal de compañía de
forma dominante. El perro de una función eminentemente práctica ha pasado a
tener una función principalmente emocional. Incluso podríamos decir que de
dependencia. Dependencia que inicialmente fue del perro al hombre, pero que
ahora, en muchos casos, del hombre al perro. Con esta mutua dependencia el
perro, antaño un animal libre y autónomo, se ha convertido en una simple
mascota.
Justo hasta el inicio de la Revolución
Industrial (periodo en el que, causalmente más que casualmente, se desarrolló
la obra de Schopenhauer) los animales domésticos eran exclusivamente una
recreación humana adaptada para su uso y disfrute. Una cuestión eminentemente
práctica. Animales para comer, para usar su piel, su lana, su leche. Animales
de tiro, de monta, de carga. Animales guardianes, ayudantes en la caza… No es
hasta bien entrado el siglo XVIII cuando se empieza a popularizar el concepto
de animal de compañía, especialmente entre las damas ociosas. En esto se
ganarían el puesto las aves, los gatos y, como gran estrella, los perros. Con
el sucesivo desarrollo industrial las ciudades se fueron urbanizando cada vez
más pensando en las personas, pero algunos animales, pese a todo, han seguido
ahí. Siendo precisamente el perro el que potencialmente genera más conflictos. En
el mejor de los casos te ensucian con su patas, te olisquean las partes íntimas
o te babosean, mientras sus dueños sonríen mientras te aseguran que no te
“hacen nada” … ¡Pero si ya lo están haciendo! Pero es que además pueden molestar
por las noches con sus ladridos. Y definitivamente ensucian las calles (por más
que sus dueños limpien los excrementos) ya que inevitablemente convierten los
barrios de los centros urbanos en esponjas de ácido úrico canino. Y, encima,
esto sí es lo más grave, crean problemas de seguridad cuando son territoriales
y agresivos. A veces atacan a las personas infligiendo graves daños, hasta
incluso la muerte. ¿Que son los amos los maleducados? También lo son los que
dejan que olisqueen y baboseen. Es tan sólo una cuestión de grado. Las personas
que sobrevaloran las capacidades de sus animales no facilitan la convivencia en
las ciudades.
Y además en las grandes ciudades nos
enfrentamos al problema que supone el crecimiento de la población de perros,
que es exponencial (las camadas medias pueden estar en unos seis cachorros,
pero pudiendo ser hasta el doble en algunas razas), mientras el nuestro es un
crecimiento levemente lineal con tendencia a la baja. Hay muchos más perros que
personas, y esto supone un problema en las grandes ciudades. Aun así, los perristas
pretenden legislar contra el control de su superpoblación. “¡Sacrificio cero!”
reclaman en su peculiar gramática, mientras las perreras se desbordan de perros
abandonados. Y si ha existido un fenómeno paradigmático sobre el
animalismo como peligro social, fue el episodio de histeria colectiva desatado
a finales del año 2014 por el sacrificio de un perro potencial portador del
mortal virus de ébola.
El fenómeno animalista
es esencialmente urbano, a un granjero no se le ocurriría humanizar a sus
animales. La soledad de las grandes ciudades, y una empatía extrema y mal
entendida, ha insertado a los animales sentimentalmente en los reducidos
núcleos familiares. Y así ha surgido la esperpéntica figura del “perr(h)ijo”,
admitamos la peculiaridad aberrante del término. En un acto de irracionalidad
extrema se asciende al perro como miembro de pleno derecho de las familias.
(Esto, naturalmente, es extrapolable a gatos, roedores y demás mascotas…) El
ser humano, con lagunas afectivas, desciende a la altura del animal como el
adulto que balbucea incoherencias infantiles, creyendo que así se hace entender
mejor por un niño.
Los urbanitas dueños de mascotas, creyendo firmemente en su buena
intención, soslayan la crueldad de tener a un animal en
esas condiciones. Proclaman su identificación emocional con la bestia, pero no
reparan en algo tan simple como la tortura de estar en un espacio cerrado
durante diez o doce horas sin poder mear. Pero ellos son felices de tener a un
ser vivo dependiente y no a un animal libre. Si, según su criterio, un perro
puede tener derechos no deberían inquietarse si éste “decide” en un momento
dado desaparecer. Estaría ejerciendo su “derecho” a la libre circulación.
Durante los milenios
de coevolución entre hombres y perros se ha establecido un fuerte vínculo
emocional entre ambas especies. El perro, por su propio interés de
supervivencia, ha aprendido a entender al hombre, por eso es capaz de realizar
múltiples tareas. Se ha detectado que pueden llegar a entender entre 160 a 200
palabras o instrucciones. Captan el sentido de las entonaciones. Hay un cierto
“entendimiento” básico. Pero la inteligencia del perro es incapaz de entender
discursos complejos, su reducida corteza cerebral no se lo permite. Hasta los etólogos
más perristas
admiten que su inteligencia a lo sumo podría ser comparable a la de un niño
algo menor de dos años. Y a esas edades pueden captar tu alegría, tu tristeza o
tu enfado, pero el entendimiento real es muy limitado.
La cuarentañera
gruñona creía entenderse con su mascota, pero realmente sólo hablaba con su
soledad. Aquel perro, involuntariamente, ejercía la figura de su soledad
representada.
Puede no ser
políticamente correcto decirlo, pero en el animalismo existe un fuerte sustrato
de misantropía. En las sociedades contemporáneas muchas personas quedan
emocionalmente marginadas y no existe el antiguo apoyo de las familias
extensas. El animal de compañía se convierte entonces en un sustituto afectivo
que protege contra el dolor.
Me despido por hoy con
otra frase del viejo Schopenhauer, que prefigura una auténtica declaración de
principios del espíritu animalista extremo:
"Debo confesarlo
sinceramente. La vista de cualquier animal me regocija al punto y me ensancha
el corazón, sobre todo la de los perros, y luego la de todos los animales en
libertad, aves, insectos, etc. Por el contrario, la vista de los hombres excita
casi siempre en mi una aversión muy señalada, porque con cortas excepciones, me
ofrecen el espectáculo de las deformidades más horrorosas y variadas: fealdad
física, expresión moral de bajas pasiones y de ambición despreciable, síntomas
de locura y perversidades de todas clases y tamaños; en fin, una corrupción
sórdida, fruto y resultado de hábitos degradantes. Por eso me aparto de ellos y
huyo a refugiarme en la naturaleza, feliz al encontrar allí a los brutos.”
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